La alineación que olvidaste
29 de enero de 2014 | Certamen de narrativa | Alberto R. Barrantes
Obra ganadora del XIV Certamen de Narrativa ``Enrique Orizaola``
Tal vez en otro momento de su vida o de la mía no habría dudado en aceptar su propuesta de ver juntos el partido. Incluso habría cogido un autobús y cruzado la ciudad soportando las estrecheces, los frenazos y el sofoco de esta tarde de verano para juntarnos, como tantas otras veces, en el Stadium, el bar de su barrio en el que suele encontrársele a última hora de la tarde, cuando acaba de trabajar; pero de un tiempo a esta parte el alcohol no le sienta nada bien a Ramiro y a la que toma dos copas se zambulle sin remisión en un lodazal de lamentos que acaban girando siempre sobre el día en el que Pilar, su mujer, se marchó de casa siguiendo los pasos del diseñador argentino que había decorado la última promoción de pisos construida por la empresa que habían heredado del padre de Pilar y a la que Ramiro había hecho crecer gracias a sus contactos políticos y a su innegable don de gentes.
Sí, tal vez en esa otra ocasión, que imagino que hubiera podido producirse si la vida y sobretodo la actitud y el comportamiento de Ramiro no hubieran seguido los derroteros que al final siguieron, me habría animado a cumplir el ritual de tantas otras veces: enfundarnos la camiseta, encasquetarnos la gorra, pedir una botella de vino, hacer apuestas sobre la alineación y desempolvar recuerdos de otros partidos, sobretodo de los que jugábamos veinte años atrás, en el equipo del barrio, cuando Ramiro y yo éramos delantero y centrocampista, respectivamente, y tú el entrenador del mismo club que habías decidido fundar contra viento y marea pidiendo colaboración a los comerciantes de la zona para que se anunciaran en alguna valla del campo que el ayuntamiento había construido en un descampado y que había decidido ceder a aquel fanático que, como un misionero enfebrecido por una misión divina, se había empeñado en apartarnos todo lo que fuera posible de las calles del barrio, tan cuarteadas entonces por la miseria con la que el paro las había engalanado, tan llenas de jeringuillas, tan pringosas de fracaso, desilusión y esperanzas marchitas.
Sí, tal vez en esa otra ocasión que sólo puede figurar en mi imaginación habría sido así: yo habría ido al Stadium y habría visto el partido con Ramiro. Y digo tal vez con todas las reservas del mundo porque debo de reconocer, si he de ser justo, que no toda la razón de que haya decidido no ver el partido con él radica en que me resulten cargantes hasta la náusea su alcoholismo cada vez más incontrolado, su lastimera tendencia a apiadarse de sí mismo o su puñetera manía de tocarme el antebrazo y apretármelo como si le fuera la vida en ello cada vez que el balón ronda el área o se saca un córner o el mediocentro lanza un pase al espacio. No. No querer quedar con él no hay que achacarlo a todo eso, sino más bien hay que hacerlo al hecho de que, esta mañana, al plantarme ante el espejo para afeitarme, pensando en este partido que está a punto de empezar, me ha golpeado la memoria un recuerdo tuyo. En ese recuerdo estás, también, afeitándote, y debes de tener aproximadamente la edad que yo tengo ahora. O quizás algo menos, no sé. Lo que sí sé es que estás canturreando. Solías canturrear cuando te afeitabas. Yo, como tantas otras veces, me asomé al lavabo. Me gustaba verte desafinar con aquel aire desenfadado y feliz con el que lo hacías. Llevaba mi camiseta recién estrenada, con el siete que madre me había cosido a la espalda. Era la misma camiseta que tú, muy a tu pesar, me habías regalado para mi cumpleaños. La miraste con aquella sorna benevolente con la que de tanto en tanto mirabas mis equivocaciones, mis traspiés, los pasos en falso que todos los hijos, sin excepción, vamos dando por la vida a ojos de nuestros padres. Y con aquella sorna pintada en los ojos y la barbilla llena de espuma de afeitar me dijiste: “mira, hijo; fíjate bien en esto que te digo. Si quieres saber de fútbol, apréndete estos nombres”. Y, entonces, cerrando los ojos, comenzaste a recitar tu rosario particular de nombres intocables: Domínguez, Marquitos, Santamaría, Pachín, Vidal, Zárraga, Canario, Del Sol, Di Stéfano, Puskas y Gento. Los citaste de carrerilla, sin apenas respirar, como de carrerilla citabas en otras ocasiones a los componentes de la delantera de los Cinco Magníficos o los nombres de los once titulares que pisaron la hierba del Parque de los Príncipes para sufrir la desilusión de ver cómo un balón golpeado por Platini, aquel gabacho desastrado y con aires de borracho que parecía tener un guante en los pies, se colaba de manera incomprensible bajo el cuerpo de Arkonada.
Citarías a lo largo de tu vida ésas y otras alineaciones, las de los éxitos y las de los fracasos, las de tu equipo y las de otros que, por algún motivo, habían marcado, creíamos que a sangre y fuego, tu memoria futbolera. Y todas ellas las recitabas en cuanto tenías ocasión, en reuniones familiares, en charlas de café, en el vestuario, en cualquier lugar, aunque entre todas ellas la que esta mañana me ha venido a la memoria ha sido precisamente ésa, la que recitaste aquel día mientras te afeitabas, la de tu jodido Real Madrid, la que derrotó al Eintracht de Frankfurt el 18 de mayo de 1960 para que conquistarais vuestra quinta Copa de Europa y que es la que siempre repetías cuando te ponías sentencioso y campanudo. Yo, aquel día, cuando te la oí decir, todavía no tenía alineación alguna con la que enfrentarme a ti. Aún tardaría dos o tres años en poder contestarte con mi Sadurní, Rifé, Torres, Costas, De la Cruz, Juan Carlos, Reixach, Asensi, Cruyff, Sotil y Marcial. Cuando lo hiciera, tú, con la autosuficiencia de los acostumbrados a la victoria, sonreirías y me dirías: “apréndela, apréndela, que cualquiera sabe cuándo volveréis a ganar otra Liga”, y yo tendría que tragarme mi rabia intuyendo hasta qué punto podrías llegar a tener razón. Y es que, no puedo no serte sincero: si he conocido a alguien que transpirara fútbol, ése has sido tú. Tú, que cuando estabas de broma eras capaz de pregonar a los cuatro vientos que no había perfume más embriagador que el del linimento y que de buena gana cambiarías el aroma de tu Varón Dandy por el más sugerente y masculino del Reflex. Tú, que eras capaz de citar el listado de bares en los que, de madrugada, era fácil de encontrar al bueno de Kubala. Tú, que narrabas como si lo hubieras leído cinco minutos antes todo lo acontecido durante las horas en que Alfredo Di Stéfano permaneció secuestrado en Caracas. Tú, el incansable recordador de anécdotas y datos. Tú, el tesorero de una memoria futbolísticamente legendaria a la que supe que algo anormal le sucedía una tarde de domingo, poco antes de Navidad. Habían venido a casa los tíos y los primos. Estábamos ya dando cuenta del café y de las pastitas de crema que nos había traído la tía Adela cuando, entre risas y discusiones, te pusiste a recitar tu alineación preferida, la que yo he recordado esta mañana ante el espejo mientras me afeitaba. Y ahí, en pleno recitado, de golpe y porrazo te quedaste en blanco. Tu mirada buscó la del tío Vicente y tus dedos chascaron una, dos, tres, cuatro y hasta cinco veces hasta quedar inertes en el aire, mudos de chasquidos. Fue entonces cuando tus ojos buscaron los míos y éstos descubrieron en aquéllos un lamparón de desamparo que convirtió tu mirada en una mirada que no atinaba a serlo y que se asemejaba lastimosamente al bracear desesperado de un náufrago que, en mitad de la tormenta, buscara un tablón al que asirse.
Desconcertado por aquel bofetón de bruma que había hecho tambalear sobre la lona de tu memoria tus recuerdos más preciados, encontraste ese tablón en un intento de disimulo tan apresurado como torpe. Cambiaste de tema y, casi sin venir a cuento, empezaste a hablar de otras tardes de domingo, de transistores a media voz en la pensión en la que, recién llegado del pueblo a la ciudad, entonces vivías. Hablaste de narraciones épicas de viejos locutores, de goles festejados mientras, con el boleto de la quiniela en la mano, aguardabas la llegada de un lunes que volvería a conducirte a la rutina de aquel trabajo agotador y mal pagado con el que la vida había premiado tus ansias de prosperar más allá de las peonás y de las mañanas perdidas en la puerta del ayuntamiento esperando a que alguien te reclamara para sembrar, segar o recolectar en unas tierras que jamás serían tuyas. Hablaste de que allí, en las tardes de domingo, en la penumbra de tu habitación, en aquella pensión de medio pelo, comenzaste a construir tus propios mitos. Por ejemplo el del húngaro que parecía querer reventar los balones cuando conectaba su izquierda imparable. O el del argentino endiablado y ladino que avanzaba, pasaba, corría, centraba, remataba y decidía y mandaba como nadie hasta entonces lo había hecho. O también el del otro húngaro, el húngaro golfo y admirado que, con la camiseta del máximo rival y el ocho a la espalda, regateaba y escondía la pelota cubriéndola con el culo, el brazo, el muslo portentoso, la cadera o la magia. O, sobretodo y muy por encima de todos, el de aquel señor bajito con aires de mancebo de farmacia o vendedor de legumbres o mozo de almacén o empleado de la SEAT que corría y corría y corría la banda izquierda hasta que llegaba casi a la línea de fondo, allí donde el campo se acaba y el espacio mengua y nada, sino la genialidad, puede librar al extremo del ridículo del esfuerzo en vano, para, desde aquella línea fronteriza entre el fracaso y el éxito, tocar mágicamente la pelota y así colocarla donde es y será debido siempre: en el punto justo para que un compañero la remate y la lleve al fondo de la red. Él, aquel corredor incansable de banda izquierda y zurda de seda para el centro, fue y ha sido, indiscutiblemente, tu mito preferido. Y su nombre, Francisco Gento, fue precisamente el nombre que olvidaste aquella tarde de domingo cuando tus dedos quedaron en el aire chasqueando su impotencia.
Ese detalle, que fuera precisamente el nombre de Gento el que olvidaras al recitar aquella alineación mil veces recitada, fue el que me sirvió para comprender de una manera tan súbita como dolorosa la magnitud de lo que se avecinaba. Lo confirmaron los médicos tras un sinfín de pruebas. Que poco a poco irías perdiendo mayores porciones de memoria. Que empezarías a tener dificultades para expresarte. Que no podrías, ¿cómo habrías de poder?, entretenerte, sentado en el sofá, leyendo la prensa deportiva o resolviendo un crucigrama. Que algún día habría que vestirte y darte de comer. Que te volverías deslenguado y, seguramente, violento. Que no nos reconocerías. Que la apatía más voraz, a la larga, te iría venciendo. Todos esos fueron sus pronósticos y todos, uno tras otro, se han ido cumpliendo con el paso del tiempo. Apenas dos o tres quedan por hacerlo, pero qué duda cabe de que lo harán más pronto que tarde. Estás condenado a hacer el pleno al quince en esa quiniela que la vida ha rellenado por ti. Esta vez no habrá penalti que malogre un empate a cinco minutos del final ni expulsión injusta que eche por tierra un dos. Aquellas tardes de fútbol radiado en la pensión han sido devoradas por las brumas de un olvido sin fisuras ni claros. Tus manos, las mismas manos que se agitaban nerviosas junto al banquillo en el transcurso de los partidos cuando entrenabas al equipo del barrio o dibujaban con precisión matemática sobre la pizarra los movimientos que debíamos ejecutar sobre el campo, son incapaces hoy de manejar los cubiertos y por eso hay que darte de comer y limpiarte los labios hasta que llegue el día en el que los músculos de tu mandíbula olviden su función y haya que introducirte una sonda por la nariz y por ella la papilla que te mantendrá con algo para lo que no existe palabra que lo nombre y a lo que, por comodidad, pereza o miedo a salirnos del camino que nos marcaron al educarnos, seguiremos llamando vida y que no será exactamente vida, sino otra cosa, un remedo pobre, un sucedáneo fallido, tal vez un anticipo inmerecido del infierno, en cualquier caso un estado de sufrimiento que te hará y nos hará, ¡maldita sea!, ansiar el momento liberador y piadoso en que la muerte llegue para convertirte, a ti también y con el tiempo, en carne de olvido.
Porque al final, padre, todo será pasto del olvido. Es cuestión de tiempo. También sufrirá su dentellada este partido que no he querido ver con Ramiro y que veo contigo, aquí, en esta residencia a la que te trajimos cuando ya era muy complicado tenerte en casa porque todos teníamos qué hacer durante el día y madre estaba mayor y ya te habías perdido dos veces por las calles del barrio. La primera de ellas te encontró Anselmo, el vecino del ático, clavado al pie de una farola y con la vista navegando por un extravío sin límites. Apenas unos días después, cuando aún no nos habíamos recuperado del susto, volviste a perderte, esta vez por los alrededores del mercado. Fue entonces cuando decidimos recurrir a aquella pulsera que nos iba a señalar en cada momento el lugar en que te hallaras. Tú bromeaste sobre ella. Dijiste que en ningún momento te colocarías aquella pulsera en otro lugar que no fuera el bíceps. La llevarías como un capitán lleva el brazalete de su equipo, dijiste, o no la llevarías. Y nosotros reímos. Reímos porque aquel arranque de humor nos devolvía, en cierto modo, al Antonio que habías sido. Volvías a ser el que juntaba a todos los jugadores del equipo y nos sermoneaba sin descanso sobre las similitudes entre el fútbol y la vida, sobre el modo en que se asemejan la consecución de cualquier logro comunitario y la victoria de un equipo. Así nos lo decías en aquellos años de efervescencia política en los que las palabras sindicato y partido no habían sido mancilladas aún y en los que en cada esquina se intuía la sombra de un derecho a conquistar y de un sueño por cumplir. Para ti, la solidaridad y el trabajo desinteresado de todos los jugadores –portero, defensas, centrocampistas y delanteros, unidos todos bajo el liderazgo de un jugador que fuera algo diferente al resto, bien por carácter, bien por clase, bien por sentido del compañerismo, tal vez por elegancia, fuerza o carisma- permitían a un equipo lograr su objetivo, que no era otro que el de la victoria. “Y si ésta no se alcanza”, nos decías, “no importa; el esfuerzo os habrá hecho mejores, os habrá ayudado a crecer y a conocer vuestros límites; y eso, creedlo, no tiene precio”.
Ése era el Antonio que volvió como un chispazo aquel día, cuando te empeñaste en llevar tu pulsera a modo de brazalete de capitán; el Antonio que, trastabillando tras el rastro de un recuerdo, se fue perdiendo poco a poco por los meandros del ayer y que está ahí, oculto en sus sombras, sólo a disposición de una memoria, la nuestra, que se empecina en no resignarse a aceptar el triunfo definitivo de esa mirada que ahora veo en tus ojos: sin lustre, tan alucinada y bendita, tan orillada de todo lo real.
Miras la pantalla mientras el árbitro señala el inicio del partido y ni siquiera parpadeas ni muestras señal alguna de nerviosismo cuando el balón empieza a rodar. Si fueras consciente de lo que estás viendo, pondrías el grito en el cielo. Pero ¿cómo se les ocurre empezar atacando de izquierda a derecha?, dirías seguramente; y a partir de ahí recitarías tu particular rosario de supersticiones: que no hay que entrar en el terreno de juego pisando con el pie izquierdo, que un delantero centro debe cambiarse las botas al tercer partido sin ver puerta, que siempre hay que vestirse siguiendo el mismo orden… También te quejarías hoy, si fueras el de otro tiempo, al ver que el equipo ha saltado al terreno de juego con su segundo equipaje. “¿Por qué cojones ellos deben llevar su jodida camiseta naranja y nosotros tenemos que cambiar la nuestra y vestir de azul, como si fuéramos italianos?”, dirías, y clamarías entonces contra recordadas injusticias arbitrales, contra la decisión aleatoria y torpe de un juez de línea en un derbi cualquiera, contra la ceguera voluntaria e inaudita de quien, a cuatro pasos de la jugada, no ve el plantillazo en el tobillo ni el codazo malintencionado.
En otro tiempo, esas cosas te desquiciaban. Era entonces cuando el banquillo te parecía una jaula y había que sujetarte para que no saltaras al campo a recriminar al árbitro el agarrón no sancionado o la tarjeta no mostrada. De aquella vehemencia, que te costó alguna que otra expulsión que luego lamentabas y por la que acostumbrabas a pedirnos disculpas, no queda ya nada, ni siquiera sus escombros. La excavadora del olvido los ha ido arrojando al vertedero de lo que bien pudo no haber existido nunca. En el vacío dejado por aquella vehemencia con la que nos afeabas cualquier entrada a destiempo o cualquier protesta fuera de tono impera ahora la impasibilidad más absoluta. Una máscara despojada de expresión ha sepultado bajo su dictadura de cartón piedra cualquier asomo de vida o emoción. No importa que un remate de cabeza de nuestro lateral derecho pase dos palmos por encima del larguero ni que nuestro delantero centro yerre incomprensiblemente un disparo franco. Tampoco parece importar a esa máscara que te cubre el rostro que la máxima figura del combinado rival atraviese como un cuchillo nuestra línea defensiva y encare a nuestro portero, que, habiéndose lanzado hacia el lugar contrario hacia el que va el balón, evita milagrosamente el gol con la punta del pie. Ni importa tampoco que un centrocampista de los de naranja le clave un plantillazo en mitad del pecho, en el salto por un balón dividido, a uno de los nuestros. Ni que el árbitro se niegue a expulsarlo. No, nada de eso parece importarte; nada de eso parece tener fuerza para quebrar la uniformidad muda y dolorosa de esa máscara que te cubre el rostro y el sentir, y eso, el no poder saber lo que sientes, el no poder comunicarme contigo, no hace sino aumentar mi desazón multiplicando con el látigo de la pena el nerviosismo con el que normalmente viviría el desarrollo de este partido que hay que ganar, joder, que hay que ganar, porque cualquiera sabe cuándo volveremos a estar en un partido así, papá, el partido que siempre soñamos vivir juntos desde el día aquel de Platini y Arkonada, con todo el mundo ahí, al otro lado de las pantallas, pendiente de nosotros, con toda la gloria por conseguir al alcance de la mano en noventa minutos que se escurren y avanzan hacia la inevitable prórroga, que está también ahí, a la vuelta del minutero, que ya está, de hecho, aquí, escondiendo en sus sombras más oscuras y dramáticas el cara o cruz de los penaltis, esa rifa, ese sorteo con el que el destino, disfrazado de azar, dicta sentencia y al que no debemos llegar, ¡coño!, que si ya han tenido suerte a lo largo del partido cómo no van a tenerla en esa ruleta rusa de los once metros, papá, di algo, muestra cualquier sentimiento por débil que sea en ésa tu mirada irreconocible de yeso, que los minutos van pasando y el gol no llega y la prórroga avanza y las fuerzas escasean y sería injusto que esta manera de jugar no tuviera premio, que todo al final quedara, como tantas otras veces, en una ocasión perdida, como cuando a Salinas le temblaron las piernas delante de Pagliuca y los italianos se salieron con la suya como casi siempre suelen salirse, o como cuando Joaquín falló el penalti contra los coreanos, o como cuando tiramos a la basura a las primeras de cambio el propio mundial que habíamos organizado. Esta vez no puede ser así, papá. Esta vez tiene que ser distinto. Y yo, después, cuando todo haya acabado y el árbitro haya pitado el final y la gente se haya retirado del estadio o la pantalla y esté en la calle, celebrando la victoria anhelada, contaré a todo el mundo que vi el partido contigo, y que lo vi pensando en el que habías sido, y que sufrí durante todo el encuentro por el nerviosismo del resultado, sí, pero también, y sobre todo, por la tristeza inmensa e inconsolable de verte impasible ante el desarrollo del mismo, ajeno a entradas a destiempo y a ocasiones falladas, a tarjetas y a pases errados, inmerso en las brumas de tu olvido hasta que algo sucedió y llegó nuestro gol y tú mostraste un atisbo de raciocinio, un rastro de ayer, una briza de vida. Eso sueño contar, papá, mientras veo cómo los minutos pasan y el balón va y viene y apenas quedan cinco minutos para que lleguen los penaltis y Navas coge el balón y atraviesa medio campo y parece que lo pierde pero lo recupera Iniesta con la punta del pie y el excedente de clase y lo toca de tacón para Cesc, que lo devuelve a Navas, que está realizando una diagonal de derecha a izquierda, y Navas lo toca a su vez para Torres, que intenta centrar para Iniesta, que ha seguido su carrera entrando a la chita callando por detrás de una defensa que mira desesperada ese balón que se va acercando a su área, pero a la defensa también le tiemblan las piernas y lo rechaza como buenamente puede y llega a Cesc y Cesc lo controla y lo envía para Iniesta, que a su vez lo intenta acomodar y el control parece salirle un poco alto, suerte que dibuja con su pierna derecha y su gesto perfecto el remate de volea y tú me coges del brazo y yo te miro y te veo de perfil, mirando hacia la pantalla del televisor, con un brillo extraño naciendo en tus ojos, un brillo que es la aleación de muchos otros brillos, del brillo del día en que te regalamos una bandeja de plata con nuestros nombres grabados porque dejabas tu cargo de entrenador del equipo del barrio, del de la noche del gol de Marcelino, seguramente también del brillo del día en que Gento levantó su sexta Copa de Europa; un brillo que tiene algo de ascua en rebeldía, de ascua que, a pesar de los pesares, se niega a desfallecer y se ahínca clavándose en mis ojos, que apenas dan crédito a lo que ven, esa sonrisa que mana de tus labios, esa palabra que florece en ellos y no deja de adornarlos: gol, gol, gol, gol, gol, gol, repites como una letanía con apenas un susurro, con un hilo de voz que para mí es el grito de victoria más alto que pueda oírse en esta noche, más alto aún que ese “Iniesta de mi vida” que José Antonio Camacho, otro de tus ídolos, lanza desde el televisor mientras él, el héroe de la noche, el reclamado por la historia, el de los goles in extremis, ese Andrés Iniesta que casi me saca el corazón del pecho en Stamford Bridge, corre hacia el córner y se saca la camiseta y muestra al mundo el recuerdo imborrable hacia su amigo muerto, y las calles estallan de alegría y se escuchan cohetes y yo abrazo tu cuerpo escuálido y tan débil y exhausto y te digo “canta gol, papá, no te canses de cantarlo; canta gol hasta que te quede aliento y no te preocupes de nada, que yo aprenderé esta alineación por ti y la iré repitiendo hasta que un día, también a mí, la memoria me rehúya a su capricho”.